El aíre
gélido de la mañana se colaba entre los pliegues de su ropa, lanzando mordidas
feroces a sus temblorosos huesos.
- Una apuesta, es una apuesta-
repetía Miguel, mientras envolvía su mano en el puño de la chaqueta,
para evitar el contacto con el hierro helado de la cancilla. Deseaba tanto
impresionar a Elena; sus ojos, su
boca, su forma de moverse, le volvían loco, y más loco estaría si dejaba pasar
la oportunidad de ganarse su admiración.
- ¡Qué frío!, -murmuró Miguel
al tiempo que oteaba el horizonte.
En
pocos minutos amanecería y se podría ir al instituto presumiendo de su hazaña y
riéndose de aquella pandilla de crédulos, cómo podían hacer caso de la vieja
frutera, todo el pueblo sabía que estaba loca, su marido no desapareció en el
cementerio, ningún rayo de luz le convirtió en esclavo del demonio, esa
historia seguro que se la inventó para no aceptar que su Pepe se largó con otra
y la abandonó.
Mientras
contemplaba los muros, un temblor, y no tan solo de frío, recorrió su cuerpo. El
aspecto de aquel lugar parecía encerrar a todos los demonios del infierno
juntos, pero qué se puede esperar después de más de treinta años sin adecentar
el camposanto.
Los
primeros albores de la mañana aparecieron ante sus ojos, iluminando la maleza
que invadía las piedras gastadas de las tumbas. Apenas la tenue luz alcanzó el último rincón
del reciento, un calor asfixiante brotó de las entrañas de la tierra cerrando
el paso al muchacho. A través de la grieta abierta entre lo que hace años
debieron ser dos cruces de piedra, se adivinaban cientos, miles de voces
distintas que repetían su nombre sin descanso. Mientras su mente trataba de
encontrar un significado a todo aquello, unas manos pequeñas, frías y sin alma
empujaron su cuerpo al abismo.
Tarde
comprendió Miguel que los labios de Elena
jamás serían suyos, al menos, no en este mundo.
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